Reserva de los Pantanos de Centla. (Foto/Jaime Avalos) |
sábado, 14 de mayo de 2011
Migrantes frontera sur
Cada año, por la frontera de México con Guatemala, cientos de miles de centroamericanos escriben la historia de una migración silenciosa e imparable.
La región es una frontera sin fronteras, donde los límites entre un país y otro no los han impuesto los bordos ni las bardas, sino la geografía y la naturaleza del trópico.
Por entre ella avanzan multitudes como fantasmas. Son el rostro de las crisis nuevas y las añejas, de la pobreza milenaria que ha echado raíz en esas miradas silenciosas que sueñan despiertos, mientras caminan durante largas jornadas diarias, una vida mejor.
He acompañado a estos viajeros sin patria y ha estado con ellos en su peregrinar por selvas y montañas mexicanas en donde un viejo tren que surca una vez al día el horizonte, hace el milagro de la fe y de la esperanza.
Ante su ruido infernal de fierros viejos y oxidados, los pies quieren volverse alas y las manos tenazas. Unos lo logran, otros no. Algunos se resignan a intentarlo la próxima vez y caminan en busca de soledades que conjuren la mala suerte mientras llega de nuevo otra oportunidad de montarse a la bestia que en el mundo del migrante centroamericano lo es todo, acaso lo único que les interese en la vida.
Ser migrante en México es dejar atrás familias y hacer entre los rieles, los calores, las lluvias y los mosquitos, nuevos hermanos, pero sobre todo, es construir miles de historias personales de sobreviviencia con las que se forja a diario un sueño colectivo.
Apenas han entrado a México y les falta recorrer todo su territorio, pero ellos alzados por ángeles disfrutan cuando hacen la hazaña, se ponen de pie en el lomo del tren y desde ahí, sus ojos miran absortos hacia el norte como queriendo adivinar el porvenir.
La región es una frontera sin fronteras, donde los límites entre un país y otro no los han impuesto los bordos ni las bardas, sino la geografía y la naturaleza del trópico.
Por entre ella avanzan multitudes como fantasmas. Son el rostro de las crisis nuevas y las añejas, de la pobreza milenaria que ha echado raíz en esas miradas silenciosas que sueñan despiertos, mientras caminan durante largas jornadas diarias, una vida mejor.
He acompañado a estos viajeros sin patria y ha estado con ellos en su peregrinar por selvas y montañas mexicanas en donde un viejo tren que surca una vez al día el horizonte, hace el milagro de la fe y de la esperanza.
Ante su ruido infernal de fierros viejos y oxidados, los pies quieren volverse alas y las manos tenazas. Unos lo logran, otros no. Algunos se resignan a intentarlo la próxima vez y caminan en busca de soledades que conjuren la mala suerte mientras llega de nuevo otra oportunidad de montarse a la bestia que en el mundo del migrante centroamericano lo es todo, acaso lo único que les interese en la vida.
Ser migrante en México es dejar atrás familias y hacer entre los rieles, los calores, las lluvias y los mosquitos, nuevos hermanos, pero sobre todo, es construir miles de historias personales de sobreviviencia con las que se forja a diario un sueño colectivo.
Apenas han entrado a México y les falta recorrer todo su territorio, pero ellos alzados por ángeles disfrutan cuando hacen la hazaña, se ponen de pie en el lomo del tren y desde ahí, sus ojos miran absortos hacia el norte como queriendo adivinar el porvenir.
Reportaje Minas de Ambar, Simojovel.
Fotoperiodismo
Explosión de un ducto de la Paraestatal Petroleos Mexicanos (PEMEX), en la comunidad de Huimango, Cunduacan. (Foto/Jaime Avalos) |
Explosión de un ducto de la Paraestatal Petroleos Mexicanos (PEMEX), en la comunidad de Huimango, Cunduacan. (foto/Jaime Avalos) |
Acto de acrobacia de cadete de la marina en desfile conmemorativo de la Revolución Mexicana. (Foto / Jaime Avalos) |
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